EN MEMORIA DE TEODORA PRIETO GUTIÉRREZ
(ALCAÑICES, 1881-TARRAGONA 1939)
Nacida
en Alcañices en 1881, Teodora emigró a Madrid, donde se casó con Valeriano San
José y tuvieron dos hijos. Su marido y ella se hicieron cargo de una portería
en la calle Santa Bárbara. Tras el golpe de estado de julio de 1936, su hijo
Valeriano San José Prieto se alistó voluntariamente en las milicias y tras la
militarización de éstas llegó a alcanzar el grado de teniente en el Ejército
Popular de la República.
En
1939, al entrar los franquistas en Madrid, los tres fueron detenidos. En el
caso del hijo, por haber combatido como voluntario contra los golpistas, y en
el caso de Teodora y su marido, porque se consideraba a los porteros
sospechosos de delatar a los vecinos que durante el asedio habían sido
detenidos como sospechosos de pertenecer a la quinta columna. Teodora, detenida
el 12 de mayo, ingresó en la cárcel de Ventas. Sometida a consejo de guerra,
fue condenada a doce años y un día de reclusión por “auxilio a la rebelión”, lo
que indica que no se consideró probada la acusación de delatar (en tal caso,
habría sido condenada a muerte) sino que la pena fue un castigo familiar debido
a las ideas políticas que todos ellos habían exteriorizado.
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Antiguo convento de las Oblatas de Tarragona, señalizado como lugar de memoria |
Confirmada
la condena, en un ejemplo de la inhumana política franquista de dispersión, Teodora
fue trasladada a la prisión instalada entre 1939 y 1944 en el tristemente
célebre convento de las Oblatas, en Tarragona, donde ingresó el 4 de agosto de
1939 y apenas sobrevivió unas pocas semanas, ya que el 11 de septiembre del
mismo año falleció, según el certificado de defunción a causa de una
bronconeumonía. Fue enterrada en la fosa común del cementerio de Tarragona.
Cuatro años más tarde, el 30 de julio de 1943, su condena fue conmutada por la
de seis años y un día.
De las infernales condiciones de aquella cárcel es prueba que en sus primeros meses de funcionamiento fallecieran ocho reclusas, todas las cuales habían sido sometidas a la inhumana política franquista de dispersión y trasladadas desde las prisiones de Ventas (Madrid), Calzada de Oropesa (Toledo) y Zaragoza. Todos estos nombres fueron recuperados por los investigadores del Fòrum de Tarragona per la Memòria.
De las infernales condiciones de aquella cárcel es prueba que en sus primeros meses de funcionamiento fallecieran ocho reclusas, todas las cuales habían sido sometidas a la inhumana política franquista de dispersión y trasladadas desde las prisiones de Ventas (Madrid), Calzada de Oropesa (Toledo) y Zaragoza. Todos estos nombres fueron recuperados por los investigadores del Fòrum de Tarragona per la Memòria.
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Fosa común del cementerio de Tarragona, con el memorial en el que figuran todas las víctimas de la represiòn franquista que fueron enterradas allí |
Ocho
décadas más tarde, la historia de Teodora fue una de las que la profesora y
escritora Tecla Martorell rescató para adaptarlas en su libro Memòria de les oblidades (Memoria de las
olvidadas), autoeditado en noviembre de 2017 (ya disponible la segunda edición), que reconstruye
esas historias en forma de monólogos en los que las propias reclusas narran su
historia. El libro (actualmente disponible la segunda edición) ha sido objeto
de una adaptación teatral por la actriz Rosa Andreu, en un montaje dirigido por
Joan Pascual con música de Ferran Barrios, que está siendo representado con
gran éxito, así como de un espectáculo de danza dirigido por Raquel Rodríguez (a
ambos corresponden algunas de las imágenes que ilustran esta publicación).
Reproducimos a continuación el monólogo de Teodora Prieto, en la traducción de
nuestro compañero Eduardo Martín.
MONÓLOGO DE TEODORA
Teodora Prieto Gutiérrez, natural de Alcañices, provincia de Zamora,
cincuenta y ocho años. Peligrosa.
No sabía leer ni escribir y eso
me hacía ignorante, pero había visto dramas, escuchado penurias y visto
miserias. La vida enseña mucho, siempre enseña mucho, y a mí me enseñó que no
me gustaba lo que veía, ni lo que escuchaba, ni lo que me tocaba vivir por ser
analfabeta y pobre. Desde muy joven había trabajado de todo y lo había
soportado todo: la altivez de la señora de la casa, las insinuaciones del
señor, el abuso del patrón, el peso de la ignorancia y la penuria de la
pobreza.
Tuve dos hijos sanos, fui ama de
mi casa y era un peligro. Formaba parte de una familia muy peligrosa; lo
dictaminó un consejo de guerra: delito familiar.
Mi marido, Valeriano, y yo,
Teodora, fuimos acusados de delatores y ladrones. Mi hijo mayor, igualmente
llamado Valeriano, también fue acusado. Lo acusaban de haber ido a la guerra.
Parecía una broma, pero no lo era. Lo acusaban de haber ido a una guerra que no
habíamos comenzado ni él ni yo.
En realidad nos acusaban de no
ser como ellos, porque no ser como ellos era un peligro. Todos nosotros les
dábamos miedo, y su miedo supuso nuestra persecución.
Les molestaba que los mirase a
los ojos y me acusaban de tener ideales, de haber levantado el puño, de
escuchar músicas rebeldes, de haber votado a los otros, a los rojos, de
maldecir a los golpistas, de celebrar la llegada de un cambio que nadie puede
saber cómo habría terminado y de engendrar un hijo revolucionario que arriesgó
su vida para pararles los pies, para enfrentarse a la soberbia del perdedor
cuando se cree Dios.
¿Acaso no tenían ellos hijos
soldados? ¿Acaso los golpistas no tenían ideales? ¿Acaso ellos no tenían
himnos? ¿Acaso no saludaban con el brazo extendido? ¿Acaso no nos maldijeron a
todos nosotros abortando el resultado de unas elecciones?
Para los ganadores de aquella
maldita guerra, defender la legitimidad era el pecado, y su idea de pecado no
se parecía a la nuestra, a la que forjé desde el cerebro y el estómago y
transmití a mis hijos, desde mi vientre y mis pechos.
Nací en la provincia de Zamora.
La miseria me llevó a Madrid y los fascistas a la cárcel. Me acusaron de
delatora, de auxiliar la rebelión, de traidora al golpe de estado, como si
alzarse contra la voluntad de unas urnas no hubiera sido el delito. Me acusaban
ellos, los golpistas, los que habían tomado las armas para matar la conciencia
de un pueblo que se había atrevido a votar lo que quería. Se había atrevido a
expresar su rabia, su inconformismo, su deseo de hacer las cosas de otra
manera.
Durante el registro, escondí la
bandera, pero la encontraron y la rompieron. Me callé. Me acusaban de ser
comunista… ¿Y qué querían que fuese? Pero lo negué todo. Mi hijo estaba
encarcelado y mi esposo también. Todos éramos culpables. Éramos la semilla que
había que exterminar.
Soporté el escarnio de los
falangistas y las befas de los vecinos, y agaché la cabeza, pero si pretendían
humillarme no lo consiguieron. La rabia me convertía en el ave fénix que espera
renacer de sus cenizas, pero mientras tanto era el estornino que esperaba
inmóvil a que pasara la tormenta.
En mi cabeza se agitaban mil
angustias. -¿Qué será de mi hijo?- me preguntaba. Cuando marchó voluntario al
frente, lo miraba orgullosa y lo animé. Por un lado sufría, pero por otro,
envidiaba su arrojo y su juventud. Un beso en la boca lo separó de su mujer, y
otro en mi frente lo separó de mí. Marchó con la cabeza bien alta y nos lo
devolvieron encorvado. Casi no me dejaron verlo.
Encarcelada y sola, reconstruía
vidas que sabía rotas y a golpes de realidad me hacía preguntas que no
encontraban respuesta: ¿Qué sería de nosotros? ¿Qué sería de mi nieto? ¿Qué
sería de mi nuera? ¿Y qué sería de mi hijo menor, solo en una ciudad en ruinas,
sin trabajo y marcado por el estigma de rojo?
Mi esposo presentó un escrito
negando todas las acusaciones, pero no sirvió de nada. Ignoraban nuestras
palabras. Ignoraban nuestras pruebas. Aquellos consejos de guerra tenían la
sentencia dictada antes de empezar. Éramos culpables, lo decían los testigos y
lo avalaba un hijo miliciano. ¿Qué importaban unos papeles escritos por la mano
de un simple portero de una casa de vecindad ignorante y comunista?
Doce años y un día alejada de
vosotros fue mi sentencia. Una sentencia dura e implacable. Lo escuché en sus
voces y lo vi en sus uniformes, y en sus ojos. Después de encerrarme en Madrid,
el 4 de agosto de 1939 me llevaron a la cárcel de las Oblatas de Tarragona. Nunca
he sabido si alguno de los míos sabía dónde me habían llevado, porque yo no
volví a saber nada de ellos.
-¡Resiste, hijo mío… resiste!- me
repetía. Ni las palizas ni el hambre tenían que abatirlo. Si entonces
inclinábamos la cabeza, ya tendríamos tiempo de levantarla de nuevo. -¡Resiste,
hijo mío!- me volvía a repetir. La humillación nos tenía que hacer más fuertes,
más dignos, más rebeldes… -¡Resistid!- gritaba en mi interior.
No los podía ir a ver, ni
llevarles consuelo, ni siquiera sabía si las cartas que dictaba llegaban a
alguien. Por la noche, cuando las monjas no me veían, hacía escribir a una
compañera mi pena y mi rabia en los papeles que cogía de los baños, y cuando la
distracción de aquellas brujas me lo permitía, los escondía en el falso techo
de la habitación. Quería dejar testimonio. Testimonio de las sanciones y el
control, de la miserable dieta, del hambre y del frío, de la disciplina
indigna, del hacinamiento, de las misas obligatorias, del desprecio. Allí
desaparecían hijos de mujeres jóvenes, algunas primerizas y otras con hijos pequeños
a los que no podían ver, pero yo me había propuesto llevar a los míos fijados
en la memoria mientras ésta no me faltara.
Sólo hacía cuatro meses que me
habían detenido y tres semanas que estaba allí, pero reconocía sus intenciones.
Nos querían reeducar, arrancarnos la ideología y la opinión, convertirnos en
seres pasivos, mujeres sumisas encerradas en el hogar. Nos querían seguidoras
de un dios que no sabía que existíamos, porque este dios que predicaban nunca
pasó por mi casa, y nada tenía que agradecerle.
En Tarragona, el verano del
treinta y nueve fue largo y bochornoso. En poco tiempo cambié de fisonomía y de voz. La fiebre
transformaba la temperatura de mi cuerpo, pero débil y tosiendo, cumplía las
órdenes de mis guardianas con la lengua llagada de tanto apretarla contra los
dientes desgastados. Aguantaba por mi hijo. Me acusaban de ser su madre, y yo,
bien orgullosa que estaba. Su hubiera tenido veinte años menos, lo habría
seguido.
-¡Resiste, hijo mío… resistid!-
me gritaba y gritaba en mi interior con una voz cada vez más débil, pero más
convencida.
No resistí mucho, poco más de un mes. El 11 de septiembre de 1939 muero
de bronconeumonía. El verano del cuarenta y tres, mi caso fue revisado y me
conmutan la pena inicial de doce años por la de seis. Parece que llevar cuatro
años enterrada en la fosa común del cementerio de Tarragona no fue motivo
suficiente para detener la inercia de la maquinaria franquista.
Acabo de descubrir este blog y estoy muy conmovida, mis padres y todos mis antepasados son de Alcañices y yo ni siquiera sabía de la existencia de esta pobre mujer. Gracias por rendir tributo a su memoria descubriéndonos a los demás su vida tan desdichada.
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