Hace 80 años, una trama civil y militar, formada por gran
parte de los mandos y oficiales del Ejército y de las fuerzas del orden, y
apoyada por la patronal, por la Iglesia Católica, por la mayoría de las
organizaciones políticas de la derecha y por los regímenes fascistas de Italia
y Alemania, se sublevaron contra el gobierno legítimamente salido de las urnas
cinco meses antes. Era la culminación de una trama largamente planificada,
desde hacía muchos meses, y que ya se había ensayado en agosto de 1932.
No era, y mienten quienes todavía lo sostienen, una reacción
espontánea o improvisada contra una situación insostenible, de desorden
prerrevolucionario. La violencia de los meses anteriores era el fruto de una
estrategia desestabilizadora que surgía precisamente de la misma derecha que
aprovechaba la dinámica de acción-reacción para denunciar en el parlamento y en
sus medios de comunicación el supuesto deterioro del orden público. El golpe
fue precisamente una reacción contra un Estado de derecho, que estaba
demostrando sobrada capacidad para desactivar a las bandas fascistas, cuyos
dirigentes estaban, en gran parte, en la cárcel en julio de 1936, por lo que no
pudieron ser vanguardia sino sólo auxiliares de los militares y los miembros de
las fuerzas del orden que traicionaron al pueblo al que debían servir.
Tampoco era un movimiento en defensa de la legalidad
amenazada: gran parte de los miembros de la trama civil, especialmente en zonas
rurales como Zamora, eran patronos habían incumplido la legislación laboral y
boicoteado las reformas que trataban de mejorar las condiciones de vida de los
trabajadores. Sus nombres son conocidos y es llamativo su empeño posterior por
presentarse como los defensores del orden. Después de fracasar en la vía
parlamentaria, estos patronos secundaron un plan que les garantizaba el
exterminio físico de los obreros más concienciados y el sometimiento de los
demás por medio del terror.
No era, en absoluto, una reacción de supervivencia de unas
masas católicas perseguidas, sino la defensa de unos privilegios que habían
permitido a la Iglesia hacerse con verdaderos monopolios en la gestión de la
educación y la asistencia social, como vías para conservar su influencia
social. Lo que llevó a la Iglesia a apoyar la sublevación fascista no fue el
temor a los incendiarios de conventos sino a los maestros de la escuela
pública, a los funcionarios que catalogaban el patrimonio histórico-artístico
para acabar con el mercadeo incontrolado de las obras de arte que la Iglesia había
acumulado durante siglos. Los anales de la infamia en nuestra provincia están
repletos de la inquina del clero parroquial contra los docentes de primera
enseñanza.
Hoy, ochenta años después, no conmemoramos una guerra civil
que forme parte del pasado. Lo que algunos llaman “guerra civil” es el
resultado de la resistencia del pueblo trabajador contra un plan de exterminio
meticulosamente organizado para acabar con las conquistas sociales obtenidas
durante los años anteriores. Si en nuestra provincia no hubo “guerra civil” es
precisamente porque ese plan de exterminio logró imponerse desde el primer
momento, paralizando por medio del terror a las clases trabajadoras y a los
sectores progresistas de las clases medias. Más de 1.400 asesinados
identificados en dos tercios de las localidades de nuestra provincia, a los que
se suman varios centenares más de nombres pendientes de recuperar, y muchos que
se perderán para siempre en el olvido por el miedo de unos, la incuria de otros
y la mala fe de no pocos, son testimonio de ello.
No buscamos “reabrir heridas”, porque las heridas no están
cerradas, y sólo se pueden cerrar por medio del conocimiento de la verdad, y
con la justicia y la reparación a las víctimas. La verdad no significa
reescribir la historia, porque la historia oficial de esos años, fijada en los
símbolos, en las instituciones públicas y en muchas crónicas locales, es una
sarta de mentiras y justificaciones que sólo buscan enterrar bajo capas de
olvido lo que realmente sucedió.
La reparación no devolverá a sus víctimas a la vida, pero
cerrará unas heridas que permanecen abiertas, aunque sus descendientes fuesen
reducidos al silencio, al autoodio y, muchas veces, a un destierro disfrazado
de emigración voluntaria. Recuperar la memoria de las víctimas no es un
objetivo privado sino que supone la recuperación de un patrimonio que constituye
un referente moral colectivo, imprescindible para regenerar lo que actualmente
es una democracia de baja calidad dominada por el cinismo, que asume con
naturalidad la normalización de la corrupción y contempla con impotencia el
recorte de derechos sociales y de libertades públicas.
Reivindicar la vigencia de la memoria de lo que sucedió en
1936 no significa desenterrar el espantajo de la posibilidad de una “nueva guerra
civil”, que tan buenos resultados ha proporcionado a la derecha para movilizar
el voto del miedo entre la población educada y socializada durante la
dictadura. Significa no perder de vista el precio tuvieron que pagar las clases
trabajadoras para obtener unos logros sociales y unos derechos políticos que en
aquel momento les fueron arrebatados por medio de la violencia y el terror, y
que después de haber sido parcialmente recuperados a costa de décadas de luchas
colectivas, ahora vuelven a estar en peligro.
El pretexto de la ley de Amnistía, de la reconciliación y de
la concordia, ha servido para establecer un criterio de equidistancia que
resulta moralmente inaceptable e históricamente discriminatorio, por situar en
un mismo plano jurídico delitos políticos e ideológicos que ya habían sido
perseguidos durante décadas, y amnistiados por el agotamiento del ciclo
represivo, con crímenes contra la humanidad que han permanecido impunes.
Terminar con la impunidad de aquellos crímenes no significa revancha, porque
sabemos que es tarde para que los verdugos y sus cómplices en nuestra provincia
respondan de sus actos, pero sólo identificando sus móviles y desenmascarando
sus mentiras podremos evitar la persistencia de la corrupción moral que
inocularon en nuestra sociedad y que todavía padecemos. La concordia no puede
tener una base firme si no se asienta sobre la verdad.
Es imprescindible que, como punto de partida, nuestras
administraciones cumplan en todos sus puntos la Ley 52/2007, mal llamada de
“memoria histórica”, cuyo verdadero nombre y declaración de intenciones, por
insuficiente que sea su desarrollo, debería cubrir de vergüenza a quienes la
han venido incumpliendo de manera contumaz durante los nueve años que lleva en
vigor. Es inaceptable que el incumplimiento de una ley que, en su mayor parte,
establece medidas de reparación simbólica y moral de coste cero, se haya venido
justificando con pretextos económicos y con criterios de oportunidad basados en
la equidistancia moral entre una dictadura fascista que se implantó por medio
de un baño de sangre y una república democrático que constituye el verdadero
precedente de todo aquello que hay de aprovechable en nuestro actual
ordenamiento constitucional. No dejaremos de insistir en que este
incumplimiento de la ley constituye una apología de la política de exterminio
desarrollada por la dictadura y una vejación a sus miles de víctimas.
Esta no es una cuestión que deba estar a merced de los azares
del debate político, ni de una negociación con contrapartidas del tipo que sea.
Es inconcebible la vileza moral de quienes zarandean y manosean los derechos de
las víctimas del franquismo en el curso de guerras culturales destinadas a
desgastar a las mayorías sociales de progreso que gobiernan los principales
ayuntamientos de España y de nuestra provincia. En la actualidad, quienes se
niegan por activa y por pasiva a reconocer a las víctimas del franquismo
gobiernan las instituciones del Estado, de nuestra Comunidad Autónoma, nuestra
Diputación Provincial y la mayoría de los ayuntamientos de nuestra provincia. Gracias
a este poder institucional han impuesto un criterio selectivo y discriminatorio
en la regulación de los “delitos de odio” y de otros análogos como el
“enaltecimiento del terrorismo” o la “humillación a las víctimas”, sobre la
base de un doble rasero que ha llevado a consolidar la división de las víctimas
de la violencia en categorías, y así, igual que en la dictadura, sigue habiendo
víctimas de primera y de segunda, siendo la sensibilidad de las primeras protegida
de oficio por la justicia y los poderes públicos, y la de las segundas
humillada impunemente en redes sociales, medios de comunicación e instituciones
públicas.
Las instituciones gobernadas por la izquierda deben situarse
a la vanguardia de la recuperación de la memoria de nuestra primera democracia
plena. No pueden persistir las distinciones honoríficas a la dictadura, ni
todavía menos los actos y resoluciones administrativos que castigaron por sus
ideas a los partidarios del régimen democrático, y que –al contrario de lo que
ocurre por ahora con las sentencias judiciales franquistas–, fueron declarados
ilegítimos hace ya nueve años. Mientras muchas de nuestras calles conservan
símbolos y denominaciones de la dictadura, siguen conservando su vigencia en
los libros de actas de nuestras instituciones locales acuerdos que perpetúan
las injurias y calumnias contra la memoria de quienes no cometieron otro delito
que ejercer sus derechos constitucionales.
Foro por la Memoria de
Zamora. Verdad, Justicia y Reparación.
18 de julio de 2016
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