Foro por la Memoria Zamora

jueves, 21 de julio de 2016

80 AÑOS DE IMPUNIDAD



Hace 80 años, una trama civil y militar, formada por gran parte de los mandos y oficiales del Ejército y de las fuerzas del orden, y apoyada por la patronal, por la Iglesia Católica, por la mayoría de las organizaciones políticas de la derecha y por los regímenes fascistas de Italia y Alemania, se sublevaron contra el gobierno legítimamente salido de las urnas cinco meses antes. Era la culminación de una trama largamente planificada, desde hacía muchos meses, y que ya se había ensayado en agosto de 1932.

No era, y mienten quienes todavía lo sostienen, una reacción espontánea o improvisada contra una situación insostenible, de desorden prerrevolucionario. La violencia de los meses anteriores era el fruto de una estrategia desestabilizadora que surgía precisamente de la misma derecha que aprovechaba la dinámica de acción-reacción para denunciar en el parlamento y en sus medios de comunicación el supuesto deterioro del orden público. El golpe fue precisamente una reacción contra un Estado de derecho, que estaba demostrando sobrada capacidad para desactivar a las bandas fascistas, cuyos dirigentes estaban, en gran parte, en la cárcel en julio de 1936, por lo que no pudieron ser vanguardia sino sólo auxiliares de los militares y los miembros de las fuerzas del orden que traicionaron al pueblo al que debían servir.

Tampoco era un movimiento en defensa de la legalidad amenazada: gran parte de los miembros de la trama civil, especialmente en zonas rurales como Zamora, eran patronos habían incumplido la legislación laboral y boicoteado las reformas que trataban de mejorar las condiciones de vida de los trabajadores. Sus nombres son conocidos y es llamativo su empeño posterior por presentarse como los defensores del orden. Después de fracasar en la vía parlamentaria, estos patronos secundaron un plan que les garantizaba el exterminio físico de los obreros más concienciados y el sometimiento de los demás por medio del terror.

No era, en absoluto, una reacción de supervivencia de unas masas católicas perseguidas, sino la defensa de unos privilegios que habían permitido a la Iglesia hacerse con verdaderos monopolios en la gestión de la educación y la asistencia social, como vías para conservar su influencia social. Lo que llevó a la Iglesia a apoyar la sublevación fascista no fue el temor a los incendiarios de conventos sino a los maestros de la escuela pública, a los funcionarios que catalogaban el patrimonio histórico-artístico para acabar con el mercadeo incontrolado de las obras de arte que la Iglesia había acumulado durante siglos. Los anales de la infamia en nuestra provincia están repletos de la inquina del clero parroquial contra los docentes de primera enseñanza.

Hoy, ochenta años después, no conmemoramos una guerra civil que forme parte del pasado. Lo que algunos llaman “guerra civil” es el resultado de la resistencia del pueblo trabajador contra un plan de exterminio meticulosamente organizado para acabar con las conquistas sociales obtenidas durante los años anteriores. Si en nuestra provincia no hubo “guerra civil” es precisamente porque ese plan de exterminio logró imponerse desde el primer momento, paralizando por medio del terror a las clases trabajadoras y a los sectores progresistas de las clases medias. Más de 1.400 asesinados identificados en dos tercios de las localidades de nuestra provincia, a los que se suman varios centenares más de nombres pendientes de recuperar, y muchos que se perderán para siempre en el olvido por el miedo de unos, la incuria de otros y la mala fe de no pocos, son testimonio de ello.

No buscamos “reabrir heridas”, porque las heridas no están cerradas, y sólo se pueden cerrar por medio del conocimiento de la verdad, y con la justicia y la reparación a las víctimas. La verdad no significa reescribir la historia, porque la historia oficial de esos años, fijada en los símbolos, en las instituciones públicas y en muchas crónicas locales, es una sarta de mentiras y justificaciones que sólo buscan enterrar bajo capas de olvido lo que realmente sucedió.

La reparación no devolverá a sus víctimas a la vida, pero cerrará unas heridas que permanecen abiertas, aunque sus descendientes fuesen reducidos al silencio, al autoodio y, muchas veces, a un destierro disfrazado de emigración voluntaria. Recuperar la memoria de las víctimas no es un objetivo privado sino que supone la recuperación de un patrimonio que constituye un referente moral colectivo, imprescindible para regenerar lo que actualmente es una democracia de baja calidad dominada por el cinismo, que asume con naturalidad la normalización de la corrupción y contempla con impotencia el recorte de derechos sociales y de libertades públicas.

Reivindicar la vigencia de la memoria de lo que sucedió en 1936 no significa desenterrar el espantajo de la posibilidad de una “nueva guerra civil”, que tan buenos resultados ha proporcionado a la derecha para movilizar el voto del miedo entre la población educada y socializada durante la dictadura. Significa no perder de vista el precio tuvieron que pagar las clases trabajadoras para obtener unos logros sociales y unos derechos políticos que en aquel momento les fueron arrebatados por medio de la violencia y el terror, y que después de haber sido parcialmente recuperados a costa de décadas de luchas colectivas, ahora vuelven a estar en peligro.

El pretexto de la ley de Amnistía, de la reconciliación y de la concordia, ha servido para establecer un criterio de equidistancia que resulta moralmente inaceptable e históricamente discriminatorio, por situar en un mismo plano jurídico delitos políticos e ideológicos que ya habían sido perseguidos durante décadas, y amnistiados por el agotamiento del ciclo represivo, con crímenes contra la humanidad que han permanecido impunes. Terminar con la impunidad de aquellos crímenes no significa revancha, porque sabemos que es tarde para que los verdugos y sus cómplices en nuestra provincia respondan de sus actos, pero sólo identificando sus móviles y desenmascarando sus mentiras podremos evitar la persistencia de la corrupción moral que inocularon en nuestra sociedad y que todavía padecemos. La concordia no puede tener una base firme si no se asienta sobre la verdad.

Es imprescindible que, como punto de partida, nuestras administraciones cumplan en todos sus puntos la Ley 52/2007, mal llamada de “memoria histórica”, cuyo verdadero nombre y declaración de intenciones, por insuficiente que sea su desarrollo, debería cubrir de vergüenza a quienes la han venido incumpliendo de manera contumaz durante los nueve años que lleva en vigor. Es inaceptable que el incumplimiento de una ley que, en su mayor parte, establece medidas de reparación simbólica y moral de coste cero, se haya venido justificando con pretextos económicos y con criterios de oportunidad basados en la equidistancia moral entre una dictadura fascista que se implantó por medio de un baño de sangre y una república democrático que constituye el verdadero precedente de todo aquello que hay de aprovechable en nuestro actual ordenamiento constitucional. No dejaremos de insistir en que este incumplimiento de la ley constituye una apología de la política de exterminio desarrollada por la dictadura y una vejación a sus miles de víctimas.

Esta no es una cuestión que deba estar a merced de los azares del debate político, ni de una negociación con contrapartidas del tipo que sea. Es inconcebible la vileza moral de quienes zarandean y manosean los derechos de las víctimas del franquismo en el curso de guerras culturales destinadas a desgastar a las mayorías sociales de progreso que gobiernan los principales ayuntamientos de España y de nuestra provincia. En la actualidad, quienes se niegan por activa y por pasiva a reconocer a las víctimas del franquismo gobiernan las instituciones del Estado, de nuestra Comunidad Autónoma, nuestra Diputación Provincial y la mayoría de los ayuntamientos de nuestra provincia. Gracias a este poder institucional han impuesto un criterio selectivo y discriminatorio en la regulación de los “delitos de odio” y de otros análogos como el “enaltecimiento del terrorismo” o la “humillación a las víctimas”, sobre la base de un doble rasero que ha llevado a consolidar la división de las víctimas de la violencia en categorías, y así, igual que en la dictadura, sigue habiendo víctimas de primera y de segunda, siendo la sensibilidad de las primeras protegida de oficio por la justicia y los poderes públicos, y la de las segundas humillada impunemente en redes sociales, medios de comunicación e instituciones públicas.

Las instituciones gobernadas por la izquierda deben situarse a la vanguardia de la recuperación de la memoria de nuestra primera democracia plena. No pueden persistir las distinciones honoríficas a la dictadura, ni todavía menos los actos y resoluciones administrativos que castigaron por sus ideas a los partidarios del régimen democrático, y que –al contrario de lo que ocurre por ahora con las sentencias judiciales franquistas–, fueron declarados ilegítimos hace ya nueve años. Mientras muchas de nuestras calles conservan símbolos y denominaciones de la dictadura, siguen conservando su vigencia en los libros de actas de nuestras instituciones locales acuerdos que perpetúan las injurias y calumnias contra la memoria de quienes no cometieron otro delito que ejercer sus derechos constitucionales.

Foro por la Memoria de Zamora. Verdad, Justicia y Reparación.

                                                              18 de julio de 2016

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